miércoles, 7 de marzo de 2012

Una isla en la corriente


Tras la revolución cubana (1959) todo era movimiento y convulsión social. Como una advertencia histórica cargada de simbolismo, por aquellos tiempos se popularizó aquello de “sea breve, que hemos perdido 50 años”. El que vivía el proceso subversivo no podía permanecer-  ni aunque así se lo propusiera deliberadamente -al margen del mismo. Desde muy pronto, las medidas y políticas revolucionarias empezaron a afectar de un modo u otro a todas las clases  y sectores sociales. La creación de las milicias y de los Comités de Defensa de la Revolución (CDR) anunciaba que la participación masiva, rutinaria, en cada puesto de trabajo y función social, era una parte básica de la tarea de construir y defender la revolución. El participe del cambio, el cubano común, se sabia y situaba, por primera vez, como hacedor de la historia y de la política de Cuba y hasta de América Latina.

Bienvenidos al primer territorio libre de América” rezaban los carteles a la entrada de la capital insular. Como una provocación a la rebelión latinoamericana, los cubanos se sentían protagonistas de la historia.  En cada rincón del país todo recordaba que por delante estaba la tarea -ciertamente no menor- de hacer un país nuevo. Habíamos conquistado la libertad y ahora tocaba construir el país, parecían clamar los murales y carteles habaneros. Se decía que estaba todo por hacer y todo lo que se hacía era revolución. Era el enunciado mítico de un momento de éxtasis nacional, de consenso inquebrantable, tan genuino como insostenible en el tiempo. Pero no hay proyecto político sin memoria colectiva.
Decía Eduardo Galeano que toda memoria es subversiva. De este modo, la construcción de un nuevo relato de la historia nacional, esta vez cargado de agravios, humillaciones e injusticias, es el pistoletazo de salida del proyecto de cambio. La memoria nacional de subordinación  se convierte en estrategia discursiva de cambio y renovación.  Recuerden, hemos perdido, decía el discurso oficial, 50 años entre gobiernos títeres y corruptos.
Escribía Hannah Arendt[1] que todas las revoluciones pretenden reescribir y recomenzar la historia. Ningún pasaje más preciso para describir en qué andaba Cuba en aquellos primeros años 60. El uso de la historia como fuente de legitimación es común en todos los proceso de cambio. El protagonista del momento se mira en un espejo de oprobio y subalternidad que justifica la radicalidad de un proyecto político revolucionario de futuro.
También Hannah Arendt afirmaba aquello de que las revoluciones son enemigas de las libertades civiles. Se refiere a que en el proceso subversivo todo es indeclinable voluntad colectiva  y soberanía. No cabe la disidencia y la crítica. En los procesos revolucionarios no hay individuos libres; hay pueblos soberanos. Como decía Robespierre, el gobierno revolucionario se ocupa de la libertad pública.
En Cuba, en los años del cambio, y aún mucho tiempo después,  la cubanidad estaba vinculada a la adhesión a la revolución. Si eras revolucionario también eras cubano y viceversa.  Todas las revoluciones, también la cubana, son procesos políticos que construyen polarización social. La victoria revolucionaria es el triunfo de un proyecto sobre otro, sin posibilidad de transacción o diálogo. Dice Chantall Mouffe[2] que el liberalismo y la democracia son incompatibles. La democracia es voluntad colectiva y soberanía mientras que el liberalismo está asociado al pluralismo y a la separación de poderes. La Revolución Cubana es la imagen de ello. Nada hay más democrático y antiliberal que una revolución, que es soberanía  popular desnuda y sin contrapesos; pura voluntad de imposición democrática y mayoritaria.
Sin manteca pero con dignidad rezaban algunas pancartas en los años del júbilo para referirse a la escasez de alimentos. Esa escasez general es todavía hoy una realidad insular. Lo que ha cambiado es el entusiasmo, que ha quedado reducido a maniqueas marchas cada primero de Mayo o 26 de Julio que tratan de escenificar, como si de una representación teatral se tratase, una adhesión inmutable. Tenemos la dignidad, pero la calle y la gente ya no grita de alegría revolucionaria. Ahora, parecen clamar que es el momento de la manteca, de resolver algunos de los problemas materiales acuciantes que afectan a las condiciones básicas de la vida social del país. Y es que, al margen de los errores concretos del proceso cubano, la institucionalización y estabilización de una revolución, cuando ésta es verdadera, parece una contradicción hasta gramatical.
La historia, que siempre enseña algo, nos muestra que tras las grandes revoluciones pueden venir aún más grandes contrarrevoluciones. La historia de la Unión Soviética estalinista y de la Francia del termidor son ejemplos claros. A nadie se le escapa que hace tiempo que la revolución cubana ya no conmueve las conciencias y los corazones nacionales e internacionales. No goza de buena salud nuestra revolución. El tiempo del compromiso sin fisuras y del éxtasis hace mucho que pasó. La lógica de los procesos de subversión no puede ser aplicada en tiempos de calma. La revolución  ya quebró al imperialismo y al capitalismo, ahora debe acabar con sus fantasmas internos si no quiere sembrar la semilla de la regresión.
Es en la sociedad civil donde arraigan las costumbres más ancestrales y los prejuicios más ocultos de los pueblos. Es en ese terreno en donde se mide el éxito y la profundidad del proceso de subversión social. El sentido común, como expresión de las creencias y nociones populares que de la vida y la política tiene el cuerpo social, es el mejor barómetro para conocer la correlación de fuerzas sociales y políticas en un país. La revolución cubana no dejó inmóvil nada en dicho cuerpo social, donde removió hasta los cimientos mejor asentados. La conciencia nacional, el sentido de la equidad  y de la justicia social o la igualdad de género son pilares ampliamente asentados en las prácticas cotidianas de todos los cubanos, dentro y fuera de la isla.
Las ideas de igualdad, justicia social e independencia nacional que vertebran discursivamente el proyecto revolucionario son todavía hoy, a pesar de todo,  ampliamente hegemónicas en Cuba. Existe hegemonía[3], nos decía Gramsci,  cuando se establecen los marcos para el debate político posible; cuando se es capaz de determinar el campo de discusión pública y sus límites. Podrá caer el actual gobierno cubano e incluso podrán generalizarse  de nuevo en todo el país formas capitalistas de producción. No son escenarios descartables. Podrá, seguramente,  discutirse sobre la mejor forma de alcanzar la igualdad y la justicia social o el camino menos costoso para la independencia nacional. Pero, sin lugar a dudas, sería socialmente conflictivo y problemático el establecimiento en Cuba de un régimen de feroz desigualdad,  injusticia social y subordinación nacional; que son, como sabemos, notas típicas del desarrollo del capitalismo dependiente latinoamericano.  


Guillermo Jiménez

[1] Sobre las revoluciones en el pensamiento político de Hannah Arendnt ver http://saavedrafajardo.um.es/WEB/archivos/respublica/numeros/03/02%20Cortes%2065-81.pdf
[2] Sobre la cuestión de las relaciones del liberalismo y la democracia, asi como sobre la sugerente propuesta de una democracia radical, ver el artículo de Mouffe “Feminismo, ciudadanía y política democrática radical” en http://www.mujeresdelsur.org/portal/images/descargas/chantal_mouffe%5B1%5D.pdf%20ciudadania%20y%20feminismo.pdf
[3] Sobre el concepto de Hegemonía gramsciano aplicado al caso latinoamericano ver el interesante artículo “Hegemonía y alternativas en América Latina”, http://www.ram-wan.net/restrepo/poder/hegemonia,%20politica%20e%20ideologia-mouffe.pdf
Para ampliar la cuestión del sujeto político y la ideología en Cuba, así como en general sobre la revolución cubana, es de máximo interés la obra de la profesora María del Pilar Díaz Castañón, “Ideología y Revolución. Cuba (1959-1962)”

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