Tras la revolución
cubana (1959) todo era movimiento y convulsión social. Como una advertencia
histórica cargada de simbolismo, por aquellos tiempos se popularizó aquello de “sea breve, que hemos perdido 50 años”.
El que vivía el proceso subversivo no podía permanecer- ni aunque así se lo propusiera deliberadamente
-al margen del mismo. Desde muy pronto, las medidas y políticas revolucionarias
empezaron a afectar de un modo u otro a todas las clases y sectores sociales. La creación de las
milicias y de los Comités de Defensa de la Revolución (CDR) anunciaba que la
participación masiva, rutinaria, en cada puesto de trabajo y función social, era
una parte básica de la tarea de construir y defender la revolución. El
participe del cambio, el cubano común, se sabia y situaba, por primera vez, como
hacedor de la historia y de la política de Cuba y hasta de América Latina.
“Bienvenidos al primer territorio libre de América” rezaban los
carteles a la entrada de la capital insular. Como una provocación a la rebelión
latinoamericana, los cubanos se sentían protagonistas de la historia. En cada rincón del país todo recordaba que por
delante estaba la tarea -ciertamente no menor- de hacer un país nuevo. Habíamos
conquistado la libertad y ahora tocaba construir el país, parecían clamar los
murales y carteles habaneros. Se decía que estaba todo por hacer y todo lo que
se hacía era revolución. Era el enunciado mítico de un momento de éxtasis
nacional, de consenso inquebrantable, tan genuino como insostenible en el
tiempo. Pero no hay proyecto político sin memoria colectiva.
Decía Eduardo Galeano
que toda memoria es subversiva. De
este modo, la construcción de un nuevo relato de la historia nacional, esta vez
cargado de agravios, humillaciones e injusticias, es el pistoletazo de salida
del proyecto de cambio. La memoria nacional de subordinación se convierte en estrategia discursiva de
cambio y renovación. Recuerden, hemos
perdido, decía el discurso oficial, 50 años entre gobiernos títeres y
corruptos.
Escribía Hannah Arendt[1]
que todas las revoluciones pretenden reescribir y recomenzar la historia.
Ningún pasaje más preciso para describir en qué andaba Cuba en aquellos primeros
años 60. El uso de la historia como fuente de legitimación es común en todos
los proceso de cambio. El protagonista del momento se mira en un espejo de
oprobio y subalternidad que justifica la radicalidad de un proyecto político
revolucionario de futuro.
También Hannah Arendt
afirmaba aquello de que las revoluciones son enemigas de las libertades
civiles. Se refiere a que en el proceso subversivo todo es indeclinable
voluntad colectiva y soberanía. No cabe
la disidencia y la crítica. En los procesos revolucionarios no hay individuos
libres; hay pueblos soberanos. Como decía Robespierre, el gobierno revolucionario se ocupa de la libertad pública.
En Cuba, en los años
del cambio, y aún mucho tiempo después,
la cubanidad estaba vinculada
a la adhesión a la revolución. Si eras revolucionario también eras cubano y
viceversa. Todas las revoluciones,
también la cubana, son procesos políticos que construyen polarización social.
La victoria revolucionaria es el triunfo de un proyecto sobre otro, sin
posibilidad de transacción o diálogo. Dice Chantall Mouffe[2]
que el liberalismo y la democracia son incompatibles. La democracia es voluntad
colectiva y soberanía mientras que el liberalismo está asociado al pluralismo y
a la separación de poderes. La Revolución Cubana es la imagen de ello. Nada hay
más democrático y antiliberal que una revolución, que es soberanía popular desnuda y sin contrapesos; pura
voluntad de imposición democrática y mayoritaria.
Sin
manteca pero con dignidad rezaban algunas pancartas en los
años del júbilo para referirse a la escasez de alimentos. Esa escasez general
es todavía hoy una realidad insular. Lo que ha cambiado es el entusiasmo, que
ha quedado reducido a maniqueas marchas cada primero de Mayo o 26 de Julio que
tratan de escenificar, como si de una representación teatral se tratase, una
adhesión inmutable. Tenemos la dignidad, pero la calle y la gente ya no grita
de alegría revolucionaria. Ahora, parecen clamar que es el momento de la manteca, de resolver algunos de los
problemas materiales acuciantes que afectan a las condiciones básicas de la
vida social del país. Y es que, al margen de los errores concretos del proceso
cubano, la institucionalización y estabilización de una revolución, cuando ésta
es verdadera, parece una contradicción hasta gramatical.
La historia, que
siempre enseña algo, nos muestra que tras las grandes revoluciones pueden venir
aún más grandes contrarrevoluciones. La historia de la Unión Soviética
estalinista y de la Francia del termidor son ejemplos claros. A nadie se le
escapa que hace tiempo que la revolución cubana ya no conmueve las conciencias
y los corazones nacionales e internacionales. No goza de buena salud nuestra
revolución. El tiempo del compromiso sin fisuras y del éxtasis hace mucho que pasó.
La lógica de los procesos de subversión no puede ser aplicada en tiempos de
calma. La revolución ya quebró al
imperialismo y al capitalismo, ahora debe acabar con sus fantasmas internos si
no quiere sembrar la semilla de la regresión.
Es en la sociedad civil
donde arraigan las costumbres más ancestrales y los prejuicios más ocultos de
los pueblos. Es en ese terreno en donde se mide el éxito y la profundidad del
proceso de subversión social. El sentido
común, como expresión de las creencias y nociones populares que de la vida y
la política tiene el cuerpo social, es el mejor barómetro para conocer la
correlación de fuerzas sociales y políticas en un país. La revolución cubana no
dejó inmóvil nada en dicho cuerpo social, donde removió hasta los cimientos
mejor asentados. La conciencia nacional, el sentido de la equidad y de la justicia social o la igualdad de
género son pilares ampliamente asentados en las prácticas cotidianas de todos
los cubanos, dentro y fuera de la isla.
Las ideas de igualdad,
justicia social e independencia nacional que vertebran discursivamente el
proyecto revolucionario son todavía hoy, a pesar de todo, ampliamente hegemónicas en Cuba. Existe
hegemonía[3],
nos decía Gramsci, cuando se establecen
los marcos para el debate político posible; cuando se es capaz de determinar el
campo de discusión pública y sus límites. Podrá caer el actual gobierno cubano
e incluso podrán generalizarse de nuevo
en todo el país formas capitalistas de producción. No son escenarios
descartables. Podrá, seguramente, discutirse sobre la mejor forma de alcanzar la
igualdad y la justicia social o el camino menos costoso para la independencia
nacional. Pero, sin lugar a dudas, sería socialmente conflictivo y problemático
el establecimiento en Cuba de un régimen de feroz desigualdad, injusticia social y subordinación nacional;
que son, como sabemos, notas típicas del desarrollo del capitalismo dependiente
latinoamericano.
Guillermo Jiménez
[1] Sobre las revoluciones en
el pensamiento político de Hannah Arendnt ver http://saavedrafajardo.um.es/WEB/archivos/respublica/numeros/03/02%20Cortes%2065-81.pdf
[2] Sobre la cuestión de las
relaciones del liberalismo y la democracia, asi como sobre la sugerente
propuesta de una democracia radical, ver el artículo de Mouffe “Feminismo,
ciudadanía y política democrática radical” en
http://www.mujeresdelsur.org/portal/images/descargas/chantal_mouffe%5B1%5D.pdf%20ciudadania%20y%20feminismo.pdf
[3] Sobre el concepto de
Hegemonía gramsciano aplicado al caso latinoamericano ver el interesante
artículo “Hegemonía y alternativas en América Latina”, http://www.ram-wan.net/restrepo/poder/hegemonia,%20politica%20e%20ideologia-mouffe.pdf
Para ampliar la cuestión del sujeto político y la
ideología en Cuba, así como en general sobre la revolución cubana, es de máximo
interés la obra de la profesora María del Pilar Díaz Castañón, “Ideología y
Revolución. Cuba (1959-1962)”
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