Dos muertes marcaron mi
infancia: la de Tierno Galván y la de Salvador Dalí. La segunda, con las
imágenes del sujeto vivo, no hizo sino comenzar un pesimismo existencial que me
hacía preguntarme cómo algo que se mueve al día siguiente puede tener la misma
vitalidad que un cenicero. Pero el funeral de Tierno había sido distinto. Aquellas muchedumbres en las
calles del centro me impresionaron y me hacían pensar en algo alegre más
que en algo trágico. Con el paso de los años y abundante documentación, acabé
dándome cuenta de que mientras hay alguien en este momento que está buscando
qué bodrio musical sonaba en el momento en que le parieron, yo puedo decir
orgulloso que nací bajo el gobierno municipal de Tierno Galván.
Si fuera un purista
irredento podría decir que aquel hombre no dejaba de ser un funcionalista
reformador que supo ver en la modernización sociocultural del régimen
postfranquista una gran oportunidad para medrar desde un PSP engullido por el felipismo.
Sin embargo, la mencionada información que uno va recopilando con la edad no
deja al descubierto otra cosa que el último exponente de un civismo que,
paseando por las calles del Madrid de 2012, no sabe uno ya cómo invocar. Bien
es cierto que tras él llegaron los Barranco, Rodríguez-Sahagún, Álvarez del
Manzano, Ruiz Gallardón y Botella, y qué miedo da pensar en cómo puede acabar
esta progresión que recuerda más a la película “Idiocracia” que a una corporación
municipal respetable. Pero esa falta de contrincantes en la comparación no
quita méritos a la
elegancia de Tierno a la hora de dirigirse a los ciudadanos de Madrid.
Veamos algunos ejemplos:
“La falta de respeto mutuo (…) está dejando la
ciudad fea, triste y sucia (…). Madrid cuenta con más de 40.000 papeleras, que
se utilizan poco, observándose que en torno a ellas y a los ceniceros que las
acompañan hay más residuos que en el resto de la calle” (bando 10 octubre 1979)
“Jóvenes sin escrúpulos, que gustan de
ostentar prepotencia y mostrarse ante sí mismos y los demás superiores a
cualquier norma y acatamiento (…) impiden el sueño apacible y reposado (…)” (bando 22 julio 1981)
El populismo siempre ha
tenido un velo crítico y una sospecha permanente en Occidente. Lo dejamos para
otras latitudes, aun siempre con el desprecio por delante. Pero el populismo
que empleaba Tierno Galván, según sus enemigos, cuando devolvía
patos al Manzanares o llamaba al coloque generalizado
entre los rockeros, compensado con la permanente vigilancia cívica que
ocasionaban sus bandos, ya lo quisiéramos para muchos del resto de dirigentes,
locales, o nacionales, que sin el título de populistas recurren a
comportamientos tan bajunos y mal enfocadamente populistas como, por ejemplo,
no ser capaces atajar deudas
de clubes futbolísticos o realizar políticas verdes automovilísticas serias
por temor a perder el voto “popular”.
“Ocurre también el caso insólito que en
nuestra ciudad una parte considerable de los vecinos tiran papeles y objetos
menudos al suelo y el Ayuntamiento paga a otros vecinos para que los recojan.
De seguir en incremento esta sorprendente conducta, podría ocurrir que la mitad
de los ciudadanos arrojasen papeles y otros objetos a la vía pública y la otra
mitad los recogiesen” (bando 3 febrero 1982)
“Encarezco a los madrileños (…) que atiendan
con particular esmero a nuestros visitantes, conduciendo al perdido, orientando
al perplejo, sosegando al inquieto, ayudando al que está en apuros, consolando
a quienes la magnitud, complicación y desmesura de esta gran ciudad pueda
llevar a la tribulación o al desconcierto, indicándoles con señas,
descripciones sobre los planos o acompañándoles en la práctica, qué han de
hacer cuando (…) desconozcamos su propio y connatural idioma u otro cualquiera
que como recurso hablen” (bando 11 junio 1982)
Era Tierno Galván otro
ejemplo de algo cada vez más raro en política: el intelectual práctico, a lo Henri Bergson. ¿Se
imaginan a Soraya
Sáenz de Santamaría escribiendo libros de análisis político? ¿A Gabriel
Albiac de alcalde? Bueno, quizá esto último hubiera sido posible en el III
Reich, pero no ahora… A pesar de ser un liberal, con un concepto de la libertad
quizá más negativo que positivo en términos
berlineanos, Tierno Galván no dejó de fomentar una modernización que a
Madrid le hacía falta como el comer tras cuarenta años de ollas rebañadas,
paredes desconchadas y puterío de lujo en Chicote.
“(…) Muchos vecinos dejan coches y carricoches
en el lugar que mejor les peta sin mirar si es recodo, rincón, esquina o
entrada de zaguán (…). Apercíbese (…) al vecindario (…) que por la aplicación
de la sagaz industria de la grúa, que permite transportar un coche a cuestas de
otro, ingenioso método que los madrileños odian, se retirarán de la vía pública
(…) cuantos medios mecánicos de traslación y transporte estorben el ordenado
discurrir de los discretos vecinos (…)” (bando 16 noviembre 1982)
“Son de antiguo los vecinos de esta Corte
gente pródiga en curiosos solaces e imprevistas invenciones (…) en los que
cualquier travesura es propia, como fingir fantasmas, pasear estafermos, menear
tarascas, mover máquinas de cuantioso ruido y aparato, además de deformarse el
bulto del cuerpo y rostro con fingidas jorobas, narices postizas, manos de
mentira, grandes dientes falsos y otras ocurrencias de mucha risa y común
contentamiento. No es raro que (…) currutacos, boquirrubios, lindos y
pisaverdes, unidos a destrozonas, jayanes, bravos de germanía, propicios a la
pelea y al destrozo, rompan sin razón bastante que lo justifique enseres de uso
público que el Concejo cuida (…)” (bando 3 febrero 1983)
Porque sí, aquello
conocido como la “Movida” -en la que si todo el que diga que estuvo dijera la
verdad, Rockola
debería haber tenido la capacidad de Maracaná- fue algo deliberadamente
promocionado por la administración de Tierno Galván, pero ¿qué se hubiera hecho
de aquello en otras circunstancias? Si hubiera existido una política represiva
de la cultura, ¿sería fácil localizar hoy algún cassette mal grabado de Glutamato Yeyé o Zoquillos? Y qué decir de
aquel 18 de mayo de 1985 en el que The Smiths, contratados por el ayuntamiento
para San Isidro, hizo un concierto
histórico en el Paseo de Camoens. Podemos incluso deber a la esforzada
política cívica de su gobierno la admiración casi infantil con la que una
generación de jóvenes miraba los graffitis de Muelle,
convertidos en una reivindicación por el mero hecho de su existencia.
“(…) Si todas las faltas que se han dicho censura
merecen, mayor y más acerba ha de ser la que caiga sobre aquellos que a los
plácidos e inofensivos patos, que al renovado Manzanares sirven de gratísimo
adorno, apedrean sin escrúpulo, apostando entre sí almuerzo y cena en favor de
aquel que con el guijarro acierte y a alguno mate. Son por dicha maestros
aprendices de ánades tan naturalmente avispados y sagaces que no hay trampa que
los sorprenda ni pedrada que los desmaye” (bando 16 diciembre 1984)
Un Madrid, éste, que
propició el éxito artístico de la madre de una
de las pijas de Loewe, niña que simboliza tanto el pijo Madrid City forjado
a base de franquicias con y sin piercing, como un darwinismo invertido adaptado
desde lo político a lo cultural y viceversa. Tierno Galván fue sin duda una
rara avis de la política ya en su propia época, en la que el neoliberalismo más
feroz forjado entre Washington y Londres preparaban la estocada al
bipolarismo y el comienzo del fin de la Historia. Una época en la que,
según la nueva política, a ningún gestor se le debía presuponer otra cosa que
no fuera la actuación en su propio beneficio, en una especie de puesta al día
de las más funestas y desconfiadas ideas individualistas de un Tocqueville o el egoísmo del
gobernante de Bentham.
Una época en la que la sociedad civil debía prepararse para hacer todo aquello
que los políticos iban a dejar de hacer por nosotros y que en 2012 vemos
cumplida. Quizá, en 1986, los miles de madrileños que ese día abarrotaban la
ciudad y lloraban por Tierno Galván, sabían que ese era el principio del fin de
la Historia para Madrid.
Ignacio Pato L.
0 comentarios:
Publicar un comentario