Es un día cualquiera
en Madrid. La gente compra, trabaja, no trabaja, pasea… y los del top-manta
corren. Un coche de policía se acerca por la calle Preciados: es hora de
echarse la manta al hombro y escapar corriendo. Los ciudadanos honrados suelen
dejar pasar tanto a los perseguidos como a los perseguidores. Reina la
indiferencia. Mientras esto ocurre, un rutinario control de identidad se
desarrolla en el barrio de Lavapiés. Un par de agentes de paisano, en
cumplimiento de su deber, pide a varias personas que se identifiquen. La gran
mayoría tienen rasgos físicos no europeos: son negros o tienen aspecto árabe u
oriental. Algunos de estos ciudadanos son extranjeros sin permiso de residencia
en España. Al comprobarlo, los agentes los detienen, acusados de cometer una
falta administrativa prevista en la llamada Ley de Extranjería.
Otros ejemplos de faltas administrativas son
superar en un kilómetro la velocidad máxima con el coche o encender un
cigarrillo en un local abierto al público, castigadas ambas con pequeñas
multas. Una de las sanciones previstas
para quien no tenga permiso de residencia es la expulsión forzosa del
territorio español. Mientras se lleva a cabo el procedimiento
administrativo sancionador, estas personas pueden ser encerradas en un Centro
de Internamiento de Extranjeros (CIE), por un periodo máximo de sesenta días.
Las condiciones de vida en estos lugares a menudo son infrahumanas, según el informe La
situación de las personas refugiadas en España 2012, de la Comisión
Española de Ayuda al Refugiado. Los internos sufren falta de higiene, hacinamiento
y ausencia de intérpretes que puedan explicarles a estos ciudadanos por qué
están encerrados sin haber cometido ningún delito. Quizá sea normal encarcelar
y echar del país a estas personas. A lo mejor también habría que hacerlo con
los que tiran papeles al suelo.