Con
el paso de los años, y después de escuchar mucha música, puedo
afirmar sin miedo a equivocarme que cuanto más feo es el batería de
un grupo de indie-rock, mejor suena el conjunto. La tesis la tengo
bastante clara y contrastada, aunque de lo que no estoy tan seguro es
de qué fue antes, si el feo o la batería; si por ser feo te
endilgan la batería, para que no se te vea mucho en los conciertos,
o que si por el contrario no eres realmente feo, no te dejan entrar
en el selecto club de los percusionistas.
The
Fratellis suenan bien, tienen
cuatro
o cinco canciones,
pero su batería es bastante poco agraciado, desaliñado, algo pasado
de peso y con pinta de beberse una media de diez o doce cervezas por
noche que le hacen levantarse con resaca y pasar del afeitado cada
mañana. Seguramente tendrá su público entre las féminas, pero
supongo que será más bien minoritario. Una de cada mil mujeres lo
prefieren por delante de Will Smith.
Otro
ejemplo, Tony McCarroll, el primer batería de la mítica banda
Oasis,
tampoco es el ad
alid
de la belleza –ni de las melenas-. Es cierto que ahora no atraviesa
su mejor momento, pero cuanto acompañaba a los hermanos Gallagher de
concierto en concierto nadie se acordaba de él para invitarle a
cenar. Por algo sería.
Pero
vamos a dejar de lado el tema físico para centrarnos en lo
estrictamente musical. Es difícil que una mañana cualquiera, cuando
te despiertas ojeroso, con frío, con menos horas dormidas en la
mochila de las necesarias y con cero ganas de hacer cualquier cosa
-menos aún de ir a una clase que te parece absurda- una canción te
sorprenda. Por difícil que parezca, a veces tienes suerte y ocurre.
La
ecuación es la siguiente: suena el despertador y miras el Twitter
en el móvil con la habitación a oscuras mientras juras en arameo.
Un amigo tuyo “retuiteó” a altas horas de la madrugada –las
cinco o las seis más o menos- una
canción
que a un perfecto desconocido le había resultado la hostia, perdón
por la expresión, y que tú, valiente y osado, te animas a escuchar
sobre las ocho de la mañana sin muchas expectativas y sin los
prejuicios habituales de cualquier otro momento del día en el que el
sueño no te domina. A ver qué pasa.
Terminas
de escucharla y no está mal. La escuchas otra vez. Suenan bien.
Parecen buenos, te repites por dentro, pero las prisas hacen que
pospongas la investigación para más adelante. The
Black Keys.
¿Y estos quiénes son? Antes de ver qué pintas tienen escuchas
varios
temas más
en el Spotify
y te siguen gustando. Suenan muy bien, cada vez mejor. Es un estilo
raro hoy en día. Blues contemporáneo con una pizca de soul y
arreglos propios del funk. Diferente al blues de New Orleans y
difícil de ver en una época en la que prima lo electrónico, la
discoteca y el pop sin sustancia y repetitivo.
El
sonido de los Black
Keys
sería como una mezcla entre la música tradicional americana más
rancia y los gafapastas suecos. Tendencias que por sí solas resultan
bastante insoportables pero que al conjugarse producen un sabor
nuevo, intenso y bastante agradable. Not
bad.
Los
artífices de todo esto son dos amigos, Patrick Carney y Dan
Auerbach. De Akron, Ohio (EEUU). Son unos tipos algo raros; The
Black Keys
significa “las teclas negras”, expresión americana que un amigo
suyo destinaba a aquellos que no están del todo bien de la cabeza.
Se conocen de toda la vida y a tenor de alguno de sus video
clips,
también han llegado a las manos en alguna ocasión. Ambos son
peculiares y Auerbach lo es más. Suele abstraerse de la realidad que
le rodea con gran facilidad pero sin ninguna malicia. Carney es
bastante borde –aunque con facilidad para hacer amigos- y no tiene
pelos la lengua que hay debajo de unas gafas de pasta XXL.
Tándem
de lujo y referencia en Norteamérica desembarcaron con fuerza en
España con la promoción de su último disco, “El Camino”, un
poco diferente a lo que venían haciendo, quizá más europeo y
comercial. La base sonora actual es difusa y distorsionada pero de
ella sobresalen guitarras bastante limpias. En ocasiones recuerdan
más a Elvis que a los Red Hot, a los que en momentos puntuales
llegan, bajo mi modesta percepción, a imitar
con bastante acierto.
Pasajes brillantes que recuerdan al sonido de bandas de rock indie
que, curiosamente, también triunfaron en las listas de éxitos años
atrás. Paradoja reservada sólo a los mejores.
Con
sus últimos discos, especialmente desde el lanzamiento de “Brothers”
(2010), su público ha cambiado. Antes era más adulto y ahora
llegan con mucha más facilidad al oyente joven y universitario,
mucho más pasional y susceptible al fenómeno fan y con cierta
tendencia a llenar estadios. En alguna entrevista, Carney, el
batería, ha comentado que las groupies
más jóvenes les han enseñado los pechos en los conciertos.
Curioso.
Empezaron
a grabar en garajes sin caer en el siempre especial “sonido garaje”
característico de los 90 y el norte de Europa - terreno de Mando
Diao, Carolina Liar y similares-. En otras entrevistas apuntan que
nunca han sido realmente conscientes de lo que estaban haciendo, por
lo menos en sus primeros años. Tenían un estilo, algo conservador
rítmicamente, pero que les permitía escribir letras de una forma
despreocupada tras dominar la técnica; letras que poco tienen que
ver con el blues. Su música atravesó varias etapas hasta que Dan
Auerbach, voz y guitarra, se topó con el falsete y ese estilo
rockabilly, western y algo folk que les caracteriza.
Musicalmente
elegantes hacen gala de un gran show en directo –en Madrid este
miércoles, con entradas algo privativas eso sí, en torno a los 40
euros- en el que también tiene cabida la atmósfera de whisky, humo
y club nocturno; coros sugerentes y un tono vocal algo prepotente que
evoca a la mirada y media sonrisa de Humphrey Bogart más que a un
indie
con barba sin recortar y chaqueta vaquera. El estilo vocal de
Auerbach es soberbio y la batería espectacular, tanto en el aspecto
musical –muy rítmica- como en el visual. Es entretenido fijarse en
la colección de muecas y poses de Carney al mover sus baquetas a
ritmo frenético y desordenado en un concierto. Espectáculo y música
con mayúsculas.
Año
2012. Tras siete discos, Carney y Auerbach disfrutan del éxito desde
la caravana -inmersos en la gira de “El Camino” guardan con celo
la fecha de lanzamiento de su nuevo disco-. No les falta trabajo ni
reconocimiento, pero esto no siempre fue así. En 2004 regresaron de
una gira europea con pérdidas económicas, estuvieron a punto de
tirar la toalla. Nadie les escuchaba y la oportunidad llegó en forma
de un utilitario japonés, un Toyota. La marca japonesa apostó por
ellos para poner música a uno de sus anuncios y ahí comenzó el
éxito que continuaría de la mano de videojuegos, series de
televisión o Subarus. Su música era conocida como aquella canción
del anuncio de… o la canción del Fifa -es un ejemplo-. Las ventas se multiplicaron
y se les abrieron las puertas a las que hoy no les hace falta llamar.
Indies
al servicio de algo/alguien; otra paradoja.
Demasiadas
incongruencias para un grupo de indie-rock. Estos dos hombres son
capaces de colar el nombre de The
Black Keys
en las listas de éxitos europeas y americanas, codeándose con
“elementos” –entiéndase mi desaprobación musical- como Juan
Magan, Kylie Minogue o Lady Gaga. Además, la cifra de ventas de sus
discos se puede tildar de estratosférica. Y por si fuera poco llenan
estadios y allí las chicas les enseñan los pechos y les tiran los
sujetadores…
Para
mi consuelo queda su música y que, entre tanta contradicción con lo que se supone que debería
ser un grupo indie
– más acostumbrado a tocar en antros donde la gente va a beber que
en estadios de fútbol-, me quedo con que me sirven como otro ejemplo
para sustentar mi tesis inicial. Suenan de muerte y el batería es
feo como un demonio. Todo vuelve a cuadrar.
Enrique Delgado Sanz @delsanz
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