lunes, 26 de noviembre de 2012

The Black Keys y la virtud del defecto



Con el paso de los años, y después de escuchar mucha música, puedo afirmar sin miedo a equivocarme que cuanto más feo es el batería de un grupo de indie-rock, mejor suena el conjunto. La tesis la tengo bastante clara y contrastada, aunque de lo que no estoy tan seguro es de qué fue antes, si el feo o la batería; si por ser feo te endilgan la batería, para que no se te vea mucho en los conciertos, o que si por el contrario no eres realmente feo, no te dejan entrar en el selecto club de los percusionistas.

The Fratellis suenan bien, tienen cuatro o cinco canciones, pero su batería es bastante poco agraciado, desaliñado, algo pasado de peso y con pinta de beberse una media de diez o doce cervezas por noche que le hacen levantarse con resaca y pasar del afeitado cada mañana. Seguramente tendrá su público entre las féminas, pero supongo que será más bien minoritario. Una de cada mil mujeres lo prefieren por delante de Will Smith.
Otro ejemplo, Tony McCarroll, el primer batería de la mítica banda Oasis, tampoco es el ad alid de la belleza –ni de las melenas-. Es cierto que ahora no atraviesa su mejor momento, pero cuanto acompañaba a los hermanos Gallagher de concierto en concierto nadie se acordaba de él para invitarle a cenar. Por algo sería.
Pero vamos a dejar de lado el tema físico para centrarnos en lo estrictamente musical. Es difícil que una mañana cualquiera, cuando te despiertas ojeroso, con frío, con menos horas dormidas en la mochila de las necesarias y con cero ganas de hacer cualquier cosa -menos aún de ir a una clase que te parece absurda- una canción te sorprenda. Por difícil que parezca, a veces tienes suerte y ocurre.
La ecuación es la siguiente: suena el despertador y miras el Twitter en el móvil con la habitación a oscuras mientras juras en arameo. Un amigo tuyo “retuiteó” a altas horas de la madrugada –las cinco o las seis más o menos- una canción que a un perfecto desconocido le había resultado la hostia, perdón por la expresión, y que tú, valiente y osado, te animas a escuchar sobre las ocho de la mañana sin muchas expectativas y sin los prejuicios habituales de cualquier otro momento del día en el que el sueño no te domina. A ver qué pasa.
Terminas de escucharla y no está mal. La escuchas otra vez. Suenan bien. Parecen buenos, te repites por dentro, pero las prisas hacen que pospongas la investigación para más adelante. The Black Keys. ¿Y estos quiénes son? Antes de ver qué pintas tienen escuchas varios temas más en el Spotify y te siguen gustando. Suenan muy bien, cada vez mejor. Es un estilo raro hoy en día. Blues contemporáneo con una pizca de soul y arreglos propios del funk. Diferente al blues de New Orleans y difícil de ver en una época en la que prima lo electrónico, la discoteca y el pop sin sustancia y repetitivo.
El sonido de los Black Keys sería como una mezcla entre la música tradicional americana más rancia y los gafapastas suecos. Tendencias que por sí solas resultan bastante insoportables pero que al conjugarse producen un sabor nuevo, intenso y bastante agradable. Not bad.

Los artífices de todo esto son dos amigos, Patrick Carney y Dan Auerbach. De Akron, Ohio (EEUU). Son unos tipos algo raros; The Black Keys significa “las teclas negras”, expresión americana que un amigo suyo destinaba a aquellos que no están del todo bien de la cabeza. Se conocen de toda la vida y a tenor de alguno de sus video clips, también han llegado a las manos en alguna ocasión. Ambos son peculiares y Auerbach lo es más. Suele abstraerse de la realidad que le rodea con gran facilidad pero sin ninguna malicia. Carney es bastante borde –aunque con facilidad para hacer amigos- y no tiene pelos la lengua que hay debajo de unas gafas de pasta XXL.
Tándem de lujo y referencia en Norteamérica desembarcaron con fuerza en España con la promoción de su último disco, “El Camino”, un poco diferente a lo que venían haciendo, quizá más europeo y comercial. La base sonora actual es difusa y distorsionada pero de ella sobresalen guitarras bastante limpias. En ocasiones recuerdan más a Elvis que a los Red Hot, a los que en momentos puntuales llegan, bajo mi modesta percepción, a imitar con bastante acierto. Pasajes brillantes que recuerdan al sonido de bandas de rock indie que, curiosamente, también triunfaron en las listas de éxitos años atrás. Paradoja reservada sólo a los mejores.
Con sus últimos discos, especialmente desde el lanzamiento de “Brothers” (2010), su público ha cambiado. Antes era más adulto y ahora llegan con mucha más facilidad al oyente joven y universitario, mucho más pasional y susceptible al fenómeno fan y con cierta tendencia a llenar estadios. En alguna entrevista, Carney, el batería, ha comentado que las groupies más jóvenes les han enseñado los pechos en los conciertos. Curioso.
Empezaron a grabar en garajes sin caer en el siempre especial “sonido garaje” característico de los 90 y el norte de Europa - terreno de Mando Diao, Carolina Liar y similares-. En otras entrevistas apuntan que nunca han sido realmente conscientes de lo que estaban haciendo, por lo menos en sus primeros años. Tenían un estilo, algo conservador rítmicamente, pero que les permitía escribir letras de una forma despreocupada tras dominar la técnica; letras que poco tienen que ver con el blues. Su música atravesó varias etapas hasta que Dan Auerbach, voz y guitarra, se topó con el falsete y ese estilo rockabilly, western y algo folk que les caracteriza.

Musicalmente elegantes hacen gala de un gran show en directo –en Madrid este miércoles, con entradas algo privativas eso sí, en torno a los 40 euros- en el que también tiene cabida la atmósfera de whisky, humo y club nocturno; coros sugerentes y un tono vocal algo prepotente que evoca a la mirada y media sonrisa de Humphrey Bogart más que a un indie con barba sin recortar y chaqueta vaquera. El estilo vocal de Auerbach es soberbio y la batería espectacular, tanto en el aspecto musical –muy rítmica- como en el visual. Es entretenido fijarse en la colección de muecas y poses de Carney al mover sus baquetas a ritmo frenético y desordenado en un concierto. Espectáculo y música con mayúsculas.
Año 2012. Tras siete discos, Carney y Auerbach disfrutan del éxito desde la caravana -inmersos en la gira de “El Camino” guardan con celo la fecha de lanzamiento de su nuevo disco-. No les falta trabajo ni reconocimiento, pero esto no siempre fue así. En 2004 regresaron de una gira europea con pérdidas económicas, estuvieron a punto de tirar la toalla. Nadie les escuchaba y la oportunidad llegó en forma de un utilitario japonés, un Toyota. La marca japonesa apostó por ellos para poner música a uno de sus anuncios y ahí comenzó el éxito que continuaría de la mano de videojuegos, series de televisión o Subarus. Su música era conocida como aquella canción del anuncio de… o la canción del Fifa -es un ejemplo-. Las ventas se multiplicaron y se les abrieron las puertas a las que hoy no les hace falta llamar. Indies al servicio de algo/alguien; otra paradoja.
Demasiadas incongruencias para un grupo de indie-rock. Estos dos hombres son capaces de colar el nombre de The Black Keys en las listas de éxitos europeas y americanas, codeándose con “elementos” –entiéndase mi desaprobación musical- como Juan Magan, Kylie Minogue o Lady Gaga. Además, la cifra de ventas de sus discos se puede tildar de estratosférica. Y por si fuera poco llenan estadios y allí las chicas les enseñan los pechos y les tiran los sujetadores…
Para mi consuelo queda su música y que, entre tanta contradicción con lo que se supone que debería ser un grupo indie – más acostumbrado a tocar en antros donde la gente va a beber que en estadios de fútbol-, me quedo con que me sirven como otro ejemplo para sustentar mi tesis inicial. Suenan de muerte y el batería es feo como un demonio. Todo vuelve a cuadrar.

Enrique Delgado Sanz @delsanz

















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