Según Eric Hosbawn, el mundo no
conoce la paz desde 1914, ni siquiera ahora. La violencia política, o, como
mínimo, el deseo de resolver los conflictos sociales por medio de la
fuerza ha definido la praxis política de numerosos agentes y actores a lo largo
de la historia. No por casualidad, el Estado es para Max Weber la
organización que detenta el ejercicio legítimo de la violencia. La paz y la
guerra, el orden y el caos, han estado en el centro de la reflexión teórica
sobre la política hasta nuestros tiempo.Ya hace varios años que Francis
Fukuyama se hizo célebre clamando por el fin de la historia y anunciando la
llegada del último hombre, lo que significaría sin lugar a dudas la
pacificación total del mundo bajo el orden capitalista y la ley del
mercado. Sin embargo, la tozuda fuerza de la realidad, contra la tesis
del cerrojazo histórico, parece anunciar un mundo cada vez más convulso,
agitado y caótico, abierto a multitud de contradicciones y mutaciones,
donde la cuestión de la violencia política vuelve a adquirir centralidad
práctica y teórica.
En determinados sectores de la izquierda política, en todo el mundo y a lo largo de la historia, pareciera que reina una especie de fetiche por la violencia; como si la forma se convirtiera en contenido por el mero hecho de quemar un contendor, como si por sí sola la violencia añadiera radicalidad al proyecto político y simpatizantes a la causa, como si su ejercicio no conllevara un elevado coste político, social y humano. En el otro lado, en sus antípodas, surgen de vez en cuando, en el seno de los movimientos sociales metropolitanos, brotes de pacifismo dogmático que tratan de construir el mundo nuevo sin incomodar demasiado a los amos del viejo; tratan de hacer “la revolución sin revolución”. No han entendido nada; tratamientos ambos miopes a una cuestión sumamente compleja y debatida, como la de la violencia política, que merece una consideración profunda cuando de cambiar el mundo, o al menos de empeñarse en ello, es de lo que se habla.
Repensando una cuestión clásica: política de la violencia
En
contra de lo que piensan tanto los románticos del gatillo fácil desde facebook como los talibanes del pacifismo político, no
hay nada más fantasmagórico que el ejercicio de la violencia política, máxime cuando
la acción desemboca en uno de esos súbitos acelerones de tiempo que llamamos
revoluciones. A juzgar por lo que
sabemos de esos acontecimientos históricos, pareciera que la insurrección violenta no
terminara nunca con la paz, sino que persigue a sus artífices aunque se
escondan, como esgrimiendo algún deseo de justicia o de paz insatisfecho, como buscando saldar las cuentas
adeudadas con la Historia. Según cuenta la leyenda, durante las fiestas del ser
supremo, Robespierre, en medio del Termidor, charlaba afanosamente con los arcángeles y hasta
con Dios. También por su parte, por aquellos primeros y sangrientos años de la Revolución Mexicana, Francisco Madero
deliraba y mantenía intensas conversaciones flotantes con Benito Juárez. Y hasta Lenin, allá por 1923, devorado por la sífilis, invocaba el cuerpo y
el alma racional de Hegel en sus cuadernos filosóficos. Y es que las revoluciones,
y la violencia siempre asociada a estos procesos, parecen impulsar un halo
espectral que, para bien o para mal, persigue a sus protagonistas e incluso a generaciones
enteras. Por ello, podríamos excusar
sumariamente a los que todavía
hoy, con exceso de folklore y déficit de sentido común, quieren tomar antes del
amanecer el Palacio de Invierno en la era del twitter y del Smartphone.
Fue
Antonio Gramsci el que caracterizó la política como una mezcla de fuerza y de
consenso. La violencia y la autoridad por un lado, y la hegemonía y la civilización por otro, representan dos caras de la misma moneda, las
dos esencias del acto puramente político, siempre en irresoluble y viva tensión. Por ejemplo, todos los
Estados, por muy corruptos, dictatoriales o autistas que sean, se esfuerzan en adquirir para sí el
consentimiento de los gobernados o su apariencia y, como mínimo, tratan de
disfrazar la fuerza bruta de razón. En el otro rincón, todos los movimientos
sociales rupturistas y de oposición al poder en el mundo se preocupan tanto por ampliar sus bases sociales de apoyo
y legitimidad (consenso) como por plantear desafíos serios al enemigo (fuerza).
Violencia y legitimidad, fuerza y consenso - y esto parece importante
practicarlo- hilvanan el delicado equilibrio con el que se construye la
política vencedora.
En
este sentido, Carl Shmitt, genial autor alemán aunque reaccionario y alineado
con el nacionalsocialismo, define lo político como aquella decisión que
distingue al amigo del enemigo. La relación amigo-enemigo, sería, por tanto, la
política en puridad y la guerra su máxima expresión. Para este autor, la
definición de un nosotros (nacional, étnico, de clase, etc.) enfrentado a un
ellos es el inicio de la constitución colectiva de lo político. Para constituir
una unidad política, por tanto, urge
construir discursivamente la dialéctica amigo-enemigo, que desembocaría, en un
extremo de la relación, en el ejercicio de la violencia y en la imposición de
un sujeto o unidad sobre el otro. Sin duda, se trata de una visión extrema que
debe ser contextualizada en la época en que vivió el autor, pero nos ofrece una disección fundamental y
universal de la esencia de lo político y su relación con la violencia, que debe
ser tenida en cuenta especialmente por los movimientos sociales, en tiempos de
crisis y de derrota, para repensar su lugar
y el sentido del discurso y de la acción a desempeñar.
Enlazando
con la dialéctica schmitiana, Charles Tilly, en su estudio sobre la violencia
colectiva, afirma que la robustez de las identidades políticas y sociales está
directamente relacionada con la polarización del campo social (ellos-nosotros,
amigos-enemigos) y por ende, con la aparición de brotes violentos. Lo que nos
dice este autor mediante un estudio de campo es lo mismo que apuntaba Schimitt,
en otros términos, bastante tiempo antes: que las oportunidades y recursos
asociados a la violencia política aumentan sustancialmente cuando la línea
divisoria entre ellos y nosotros es mayor, lo que incrementa la importancia de
la victoria o la derrota y, lo que es más importante, lo que provoca que se vacíen
las posiciones intermedias.
Y
hasta la sociedad panóptica de Foucault, de vigilancia y control generalizado
por medio de multitud de instituciones, resguarda en sus entrañas el modelo
abstracto de la prisión; que es en última instancia un sistema cerrado y
organizado de fuerza y encierro, como mecanismos
normalizadores y disciplinantes. Las clases dominantes, según este autor, han
aprendido la lección de la historia y saben que la decapitación del Antiguo Régimen vino por medio del ilegalismo
y la desobediencia política, por lo que han construido el sistema
penitenciario, que como hemos dicho, en extremo, no deja de ser el último recurso del poder; un recurso de fuerza que - aunque institucionalizado
y sistémico- no deja de ser un ejercicio de violencia brutal.
La violencia del cambio social
La
pretensión de Francis Fukuyama de zanjar la historia de una vez por todas es
manifestación extrema de un intento, ciertamente ridículo y excéntrico, de
acabar con la política. Sin duda, en un hipotético y descartable escenario
de un mundo pacificado totalmente, sin
divisiones, conflictos y enfrentamientos, la política perdería su razón de ser
en tanto que gestión de lo colectivo y lo polémico. En este sentido, apunta
Zizek, la estrategia neoliberal de neutralización del conflicto social pasa por
presentar la política como una discusión entre tecnócratas ilustrados,
excluyendo la confrontación y la irrupción- de algún modo siempre violenta- de
las masas como actores en el escenario público. Se trata, en suma, de
finiquitar de un plumazo la naturaleza conflictual de las relaciones políticas y
sociales. El neoliberalismo no es el único régimen que busca aniquilar
discursivamente y tras un largo manto ideológico la política con mayúsculas;
por el contrario, todos los poderes constituidos, de algún modo, tratan de
reservarse para sí la noción de lo público como una categoría pacificada en su
interior.
Por
eso a nadie se le escapa que una de las labores fundamentales de los
movimientos sociales de oposición en todo el mundo es construir la polarización
del campo social y político en torno a determinadas demandas insatisfechas
(democracia, derechos, soberanía, etc.). Por tanto, en grado último, la tarea
siempre está en erosionar y dinamitar la calma, la paz y ese brutal silencio
impuesto que oculta siempre el grito subterráneo de los que nada son y nada tienen
hoy. Por ello, atreverse a asumir el conflicto y a representarlo
públicamente, a visibilizarlo, ritualizarlo y dotarlo de un lenguaje propio, es
fundamental para acercarse o al menos plantearse el advenimiento del desorden y
la tormenta que siempre precede a la victoria.
No
cabe duda de que el régimen del capitalismo posindustrial europeo camina, todavía, sobre las patas de
un amplio consenso basado en la democracia política y en determinados derechos sociales para las
mayorías. Sin embargo, vivimos tiempos extraños de crisis y de erosión de la
capacidad de mando y de la autoridad, en los que los pilares discursivos que
sostenían el consentimiento de los gobernados (democracia y derechos) se
resquebrajan con apabullante y tremenda rapidez. Cuando a las élites les falla la adhesión de los dominados,
siempre se pone de relieve la naturaleza última
de la fuerza bruta, la violencia
y la represión, como soporte
básico que vigila el orden y la
continuidad de los regímenes políticos. En los últimos tiempos, desde Egipto, pasando
por Madrid y hasta Chile y Atenas, hemos visto como los gobiernos se han tenido
que esmerar en reprimir violentamente a los movimientos de contestación que se
han multiplicado en fuerza y adhesiones. La violencia política vuelve- y es previsible que vaya en aumento en tiempos
de crisis- a ser visiblemente ejercitada, por el momento, básicamente desde
los poderes constituidos y contra los movimientos que amenazan el orden
establecido. El sistema, como un león acorralado, si se ve asediado por la
impopularidad y la fuerza de un movimiento de cambio, ruptura o incluso
reforma, siempre se revolverá con suma fiereza, dando alaridos de represión y
violencia, que paradójicamente sólo demuestran su extrema debilidad.
Y
es que, en general, la historia demuestra que los poderosos no se despojan de
sus privilegios y prerrogativas sino es mediando actos de fuerza y violencia
popular que los obligan a reconsiderar los costes y beneficios de aferrarse a
su estatus. Por ello, y esto es algo que
conviene no tomar a la ligera, la
subversión y el cambio son siempre proyectos políticos, como mínimo,
potencialmente violentos. Debemos, así
mismo, repensar y convertir la política transformadora en una expresión
colectiva de voluntad de poder, en el sentido más nietzscheano
del término, como deseo de libertad, cooperación y de mando, de imposición
democrática y de realización de las ambiciones populares de emancipación social
y vida en común.
Entender
la fortaleza del régimen del capitalismo neoliberal y los poderes que lo
sostienen pasa necesariamente por
plantearse -en tiempos de crisis y descomposición orgánica de las instituciones
gobernantes - una estrategia de polarización y conflicto creciente, que empiece
a vaciar las posiciones intermedias sin posibilidad de transacción, al menos y
de momento en el terreno discursivo: o ellos o nosotros, o sus beneficios o nuestras
vidas, o se van todos o los botamos. Se trata también, de algún modo, de
reivindicar la utopía y el impulso del momento y de desterrar de una vez la corrección
política de nuestras formas y actos; de reinventar la rebeldía y la
desobediencia sin pedir permiso; de entender la política como un acto
subversivo que de vez en cuando transgreda el lenguaje y el sentido de lo
posible y lo real. Como si, por un momento, la revolución hubiera triunfado y como si fuéramos
libres por el mero hecho de luchar por la libertad.
Guillermo Jiménez @GuillermoJM1959
Fotografías, en orden de aparición:
Génova 2001./Diagonal
Cochabamba, abril de 2000./Aldo Cardoso
Atentas, 12 de febrero de 2012./ fourwinds10.net
Fotografías, en orden de aparición:
Génova 2001./Diagonal
Cochabamba, abril de 2000./Aldo Cardoso
Atentas, 12 de febrero de 2012./ fourwinds10.net
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