miércoles, 13 de junio de 2012

Política de la violencia o violencia de la política


Según Eric Hosbawn, el mundo no conoce la paz desde 1914, ni siquiera ahora. La violencia política, o, como mínimo,  el deseo de resolver los conflictos sociales por medio de la fuerza ha definido la praxis política de numerosos agentes y actores a lo largo de la historia. No por casualidad,  el Estado es para Max Weber la organización que detenta el ejercicio legítimo de la violencia. La paz y la guerra, el orden y el caos, han estado en el centro de la reflexión teórica sobre la política hasta nuestros tiempo.Ya hace varios años que Francis Fukuyama se hizo célebre clamando por el fin de la historia y anunciando la llegada del último hombre, lo que significaría sin lugar a dudas  la pacificación  total del mundo bajo el orden capitalista y la ley del mercado. Sin embargo, la tozuda fuerza de la realidad,  contra la tesis del cerrojazo histórico,  parece anunciar un mundo cada vez más convulso, agitado y caótico, abierto a multitud de contradicciones y mutaciones, donde la cuestión de la violencia política vuelve a adquirir centralidad práctica y teórica.



En determinados sectores de la izquierda política, en todo el mundo y a lo largo de la historia, pareciera que  reina una especie de fetiche por la violencia; como si la forma se convirtiera en contenido por el mero hecho de quemar un contendor, como si por sí sola la violencia añadiera radicalidad al proyecto político y simpatizantes a la causa, como si su ejercicio no conllevara un elevado coste político, social y humano. En el otro lado, en sus antípodas,  surgen  de vez en cuando, en el seno de los movimientos sociales metropolitanos, brotes de pacifismo dogmático que tratan de construir el mundo nuevo sin incomodar demasiado a los amos del viejo; tratan de hacer “la revolución sin revolución”. No han entendido nada; tratamientos ambos miopes a una cuestión sumamente compleja y debatida, como la de la violencia política, que merece una consideración profunda cuando de cambiar el mundo, o al menos de empeñarse en ello, es de lo que se habla.  

Repensando una cuestión clásica: política de la violencia 


En contra de lo que piensan tanto los románticos del gatillo fácil  desde facebook  como los talibanes del pacifismo político, no hay nada más fantasmagórico que el ejercicio de la violencia política, máxime cuando la acción desemboca en uno de esos súbitos acelerones de tiempo que llamamos revoluciones. A  juzgar por lo que sabemos de esos acontecimientos históricos,  pareciera que la insurrección violenta no terminara nunca con la paz, sino que persigue a sus artífices aunque se escondan, como esgrimiendo algún deseo de justicia o de paz  insatisfecho, como buscando saldar las cuentas adeudadas con la Historia. Según cuenta la leyenda, durante las fiestas del ser supremo, Robespierre, en medio del Termidor,  charlaba afanosamente con los arcángeles y hasta con Dios. También por su parte, por aquellos primeros y sangrientos años  de la Revolución Mexicana, Francisco Madero deliraba y mantenía intensas conversaciones flotantes con Benito Juárez. Y  hasta Lenin, allá por 1923,  devorado por la sífilis, invocaba el cuerpo y el alma racional de Hegel en sus cuadernos filosóficos. Y es que las revoluciones, y la violencia siempre asociada a estos procesos, parecen impulsar un halo espectral que, para bien o para mal, persigue a sus protagonistas e incluso a generaciones enteras. Por ello, podríamos excusar  sumariamente a los que  todavía hoy, con exceso de folklore y déficit de sentido común, quieren tomar antes del amanecer el Palacio de Invierno en la era del twitter y del Smartphone.


Fue Antonio Gramsci el que caracterizó la política como una mezcla de fuerza y de consenso. La violencia y la autoridad por un lado, y  la hegemonía y la civilización por otro,  representan dos caras de la misma moneda, las dos esencias del acto puramente político, siempre en irresoluble  y viva tensión. Por ejemplo, todos los Estados, por muy corruptos, dictatoriales o autistas que sean,  se esfuerzan en adquirir para sí el consentimiento de los gobernados o su apariencia y, como mínimo, tratan de disfrazar la fuerza bruta de razón. En el otro rincón, todos los movimientos sociales rupturistas y de oposición al poder en el mundo se preocupan  tanto por ampliar sus bases sociales de apoyo y legitimidad (consenso) como por plantear desafíos serios al enemigo (fuerza). Violencia y legitimidad, fuerza y consenso - y esto parece importante practicarlo- hilvanan el delicado equilibrio con el que se construye la política vencedora.

En este sentido, Carl Shmitt, genial autor alemán aunque reaccionario y alineado con el nacionalsocialismo, define lo político como aquella decisión que distingue al amigo del enemigo. La relación amigo-enemigo, sería, por tanto, la política en puridad y la guerra su máxima expresión. Para este autor, la definición de un nosotros (nacional, étnico, de clase, etc.) enfrentado a un ellos es el inicio de la constitución colectiva de lo político. Para constituir una unidad política,  por tanto, urge construir discursivamente la dialéctica amigo-enemigo, que desembocaría, en un extremo de la relación, en el ejercicio de la violencia y en la imposición de un sujeto o unidad sobre el otro. Sin duda, se trata de una visión extrema que debe ser contextualizada en la época en que vivió el autor, pero  nos ofrece una disección fundamental y universal de la esencia de lo político y su relación con la violencia, que debe ser tenida en cuenta especialmente por los movimientos sociales, en tiempos de crisis y de derrota, para repensar su lugar  y el sentido del discurso y de la acción a desempeñar. 

Enlazando con la dialéctica schmitiana, Charles Tilly, en su estudio sobre la violencia colectiva, afirma que la robustez de las identidades políticas y sociales está directamente relacionada con la polarización del campo social (ellos-nosotros, amigos-enemigos) y por ende, con la aparición de brotes violentos. Lo que nos dice este autor mediante un estudio de campo es lo mismo que apuntaba Schimitt, en otros términos, bastante tiempo antes: que las oportunidades y recursos asociados a la violencia política aumentan sustancialmente cuando la línea divisoria entre ellos y nosotros es mayor, lo que incrementa la importancia de la victoria o la derrota y, lo que es más importante, lo que provoca que se vacíen las posiciones intermedias.  

Y hasta la sociedad panóptica de Foucault, de vigilancia y control generalizado por medio de multitud de instituciones, resguarda en sus entrañas el modelo abstracto de la prisión; que es en última instancia un sistema cerrado y organizado  de  fuerza y encierro, como mecanismos normalizadores y disciplinantes. Las clases dominantes, según este autor, han aprendido la lección de la historia y saben que la decapitación del  Antiguo Régimen vino por medio del ilegalismo y la desobediencia política, por lo que han construido el sistema penitenciario, que como hemos dicho, en extremo,  no deja de ser el último recurso  del poder; un recurso de fuerza que - aunque institucionalizado y sistémico- no deja de ser un ejercicio de violencia brutal.

La violencia del cambio social 

 
La pretensión de Francis Fukuyama de zanjar la historia de una vez por todas es manifestación extrema de un intento, ciertamente ridículo y excéntrico, de acabar con la política. Sin duda, en un hipotético y descartable escenario de un mundo  pacificado totalmente, sin divisiones, conflictos y enfrentamientos, la política perdería su razón de ser en tanto que gestión de lo colectivo y lo polémico. En este sentido, apunta Zizek, la estrategia neoliberal de neutralización del conflicto social pasa por presentar la política como una discusión entre tecnócratas ilustrados, excluyendo la confrontación y la irrupción- de algún modo siempre violenta- de las masas como actores en el escenario público. Se trata, en suma, de finiquitar de un plumazo la naturaleza conflictual de las relaciones políticas y sociales. El neoliberalismo no es el único régimen que busca aniquilar discursivamente y tras un largo manto ideológico la política con mayúsculas; por el contrario, todos los poderes constituidos, de algún modo, tratan de reservarse para sí la noción de lo público como una categoría pacificada en su interior. 

Por eso a nadie se le escapa que una de las labores fundamentales de los movimientos sociales de oposición en todo el mundo es construir la polarización del campo social y político en torno a determinadas demandas insatisfechas (democracia, derechos, soberanía, etc.). Por tanto, en grado último, la tarea siempre está en erosionar y dinamitar la calma, la paz y ese brutal silencio impuesto que oculta siempre el grito subterráneo de los que nada son y nada tienen hoy. Por ello, atreverse a asumir el conflicto y a representarlo públicamente, a visibilizarlo, ritualizarlo y dotarlo de un lenguaje propio, es fundamental para acercarse o al menos plantearse el advenimiento del desorden y la tormenta que siempre precede a la victoria. 


No cabe duda de que el régimen del capitalismo posindustrial  europeo camina, todavía, sobre las patas de un amplio consenso basado en la democracia política y en  determinados derechos sociales para las mayorías. Sin embargo, vivimos tiempos extraños de crisis y de erosión de la capacidad de mando y de la autoridad, en los que los pilares discursivos que sostenían el consentimiento de los gobernados (democracia y derechos) se resquebrajan con apabullante y tremenda rapidez. Cuando a las élites  les falla la adhesión de los dominados, siempre se pone de relieve la naturaleza última  de la fuerza bruta,  la violencia y la represión,   como soporte básico  que vigila el orden y la continuidad de los regímenes políticos. En los últimos tiempos, desde Egipto, pasando por Madrid y hasta Chile y Atenas, hemos visto como los gobiernos se han tenido que esmerar en reprimir violentamente a los movimientos de contestación que se han multiplicado en fuerza y adhesiones. La violencia política vuelve-  y es previsible que vaya en aumento en tiempos de crisis- a ser visiblemente ejercitada, por el momento, básicamente desde los poderes constituidos y contra los movimientos que amenazan el orden establecido. El sistema, como un león acorralado, si se ve asediado por la impopularidad y la fuerza de un movimiento de cambio, ruptura o incluso reforma, siempre se revolverá con suma fiereza, dando alaridos de represión y violencia, que paradójicamente sólo demuestran su extrema debilidad.
Y es que, en general, la historia demuestra que los poderosos no se despojan de sus privilegios y prerrogativas sino es mediando actos de fuerza y violencia popular que los obligan a reconsiderar los costes y beneficios de aferrarse a su estatus. Por ello,  y esto es algo que conviene no tomar a la ligera,  la subversión y el cambio son siempre proyectos políticos, como mínimo, potencialmente violentos.  Debemos, así mismo, repensar y convertir la política transformadora en una expresión colectiva de voluntad de poder, en el sentido más nietzscheano del término, como deseo de libertad, cooperación y de mando, de imposición democrática y de realización de las ambiciones populares de emancipación social y vida en común. 

Entender la fortaleza del régimen del capitalismo neoliberal y los poderes que lo sostienen pasa necesariamente  por plantearse -en tiempos de crisis y descomposición orgánica de las instituciones gobernantes - una estrategia de polarización y conflicto creciente, que empiece a vaciar las posiciones intermedias sin posibilidad de transacción, al menos y de momento en el terreno discursivo: o ellos o nosotros, o sus beneficios o nuestras vidas, o se van todos o los botamos. Se trata también, de algún modo, de reivindicar la utopía y el impulso del momento  y de desterrar de una vez la corrección política de nuestras formas y actos; de reinventar la rebeldía y la desobediencia sin pedir permiso; de entender la política como un acto subversivo que de vez en cuando transgreda el lenguaje y el sentido de lo posible y lo real. Como si, por un momento,  la revolución hubiera triunfado y como si fuéramos libres por el mero hecho de luchar por la libertad. 

Guillermo Jiménez


Fotografías, en orden de aparición:
Génova 2001./Diagonal 
Cochabamba, abril de 2000./Aldo Cardoso
Atentas, 12 de febrero de 2012./ fourwinds10.net 

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